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Resiliencia
Karen Manrique
En las grandes causas, como en el amor, hay días duros en que suceden cosas que nos roban la esperanza y nos parten el corazón. Esta es la historia de una mala noche, una desilusión y una de esas madrugadas en las que amaneces con el corazón roto y está lloviendo. ¡Qué cliché!
Pero, sobre todo, es la historia de la caja de corazones de hojaldre con borde de chocolate que me regaló mi papá. Mi corazón partido puede tener el motivo que quieras, eso ya no importa. Lo que importa es que después del robo tenía la confianza y los sueños lastimados, con criterios suficientes para ser internados en cuidados intensivos. Pero lo que importa aún más es lo que pasó después, cuando decidí salir de mi casa rumbo a una reunión con la vida, con la cara llena de lágrimas, un saco negro que combinaba perfecto con mi ánimo y, en mi bolso, la caja de corazones de hojaldre que me regaló mi papá.
Debo admitir que mi intención al llevar esa caja era compartir algo en la reunión, una costumbre que disfruto. La reunión se transformó en desayuno. La primera parada fue en un puesto de frutas, donde escuché la frase: “En la vida hay que dar más papaya”. Esa fue la primera de muchas frases importantes que escuché ese día. Mientras pensaba en cómo “dar papaya” me había llevado a ser robada, saqué mi caja de corazones de chocolate y los ofrecí a todos los desconocidos en la esquina. Así transcurrió la mañana. Hicimos varias paradas y cada persona recibió un corazón. No todos estaban en perfectas condiciones, algunos partidos, otros en mil pedazos. Pero nadie se quejó; todos sonrieron al recibirlo.
Sin embargo, yo no pensaba en los corazones de chocolate. Iba pensando en cómo contener las lágrimas, porque mis lágrimas tienen una voluntad propia e inoportuna.
El día fue largo y parecía girar alrededor de un único tema. Como un náufrago aferrado a su tabla salvavidas, repetía en mi mente un mantra: ¿Qué es lo bueno de todo esto?
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